Friendzone y otros castigos divinos

La situación es la siguiente: estoy enamorada de Reggie Flynn.

¿Las pegas? Veamos.

A) Él está casado.
B) Él ESTÁ CASADO.
C) Lo habéis pillado, ¿verdad?

Él está CA-SA-DO y yo fui demasiado cobarde como para ponerme en pie el día de su boda y gritar: ¡yo sí tengo un motivo! ¡Estoy enamorada del novio!
Nop, no hice nada de eso. Me limité a berrear y a… ¡azotar a su tío Bob! y ahora tengo que tragarme mis sentimientos y quedarme en este purgatorio millennial llamado Friendzone…
Pero ¿qué destino tan cruel es ese que te obliga a quedarte en el banquillo hasta que se cumplan las estadísticas respecto a las altas tasas de divorcios producidos en el primer año de matrimonio?
¡¿Y si nunca se cumplen?! Porque solo hay que ver los fuegos artificiales que hay entre ellos. ¡No sé cómo es que no se electrocutan con tanta energía sexual!
Y, como si no tuviera bastante con eso, encima tengo que cuidarle al perro. Porque la infame Belcebú finge ser alérgica y yo soy tan gilipollas que me ofrezco voluntaria y, además, le guardo el secreto.
A veces me dan ganas de confesárselo todo de sopetón.
Pero sé que no puedo. Le quiero. Y, cuando quieres a alguien, solo quieres que sea feliz, incluso si no eres tú la persona que pinta una sonrisa en sus labios.
Ay. Menudo castigo…
¿¿¿Por qué a mí??? ¡Si soy buena gente!
A ver, un poco acosadora, y medio psicópata…
Pero buena gente, al fin y al cabo.
Ay, Reggie. ¿Por qué tenías que casarte?